viernes, 9 de diciembre de 2011

El PSOE y la tragedia

Estaba Creonte furioso con un guardia que vino a traerle la noticia de que alguien había enterrado el cuerpo de Polinices. Polinices había muerto atacando la ciudad y, según las leyes, no cabía sepultura posible para él. Habría de permanecer a la intemperie del tiempo y las alimañas. Creonte no daba crédito a lo que el guardia venía a anunciarle y lo acusaba de haberlo hecho él mismo, movido por algún oscuro afán de lucro. Entonces, el guardia repone a Creonte: “Mis palabras, ¿te muerden el oído o en el alma? El rey de Tebas, confundido, contesta: “¿A qué viene ponerte a detectar con precisión en qué lugar me duele?”. “Porque el que te hiere el alma es el culpable; yo te hiero las orejas”, sentencia el guardia.

Releyendo Antígona tres semanas después del 20-N electoral, todavía trato de averiguar si los españoles han mordido al PSOE en el alma o en las orejas. Todos los días aparecen en la prensa artículos clónicos (parecieran escritos con plantilla), de enjundia inconsistente y empaque discutible, que pueden resumirse en el que es ya un lugar común de la política: los socialistas deben analizar por qué han perdido la confianza del voto joven y progresista, y dejar de atribuir su desplome a la crisis. Suelen ser éstos análisis que no aportan ninguna idea, pero en los que abundan frases grandilocuentes que abogan por la “reflexión” y la “catarsis”. Recuerdo cuando era niña (más niña) y me portaba mal en clase. El profesor solía mandarme al pasillo a reflexionar sobre mi comportamiento para, después, invitarme a entrar de nuevo. Esto es lo que parecen predicar ciertos sectores mediáticos: como un niño que es castigado, el PSOE debe pensar sobre lo equivocado de su conducta, hacer autocrítica (si se flagela un poco y se aprieta el cilicio, mejor que mejor), para ganarse el derecho a volver, transformado, redimido y digno de la confianza de los electores. Según esta lectura, los ciudadanos habrían mordido al Gobierno en las orejas.

Todo esto ha adquirido un cierto tufillo gatopardiano. Parece que hay que hacer gestos, convocar congresos, pronunciar exordios, alocuciones con pompa, en resumen, cambiarlo todo para que nada cambie. Y, así, con suerte, volver al poder dentro de ocho años. Como presumo que los individuos y, por extensión de estos, las organizaciones, son racionales, lo natural sería que el PSOE adoptara una actitud que le permitiera minimizar las pérdidas, maximizar los beneficios y, en definitiva, adecuar la elección de los medios a la consecución de sus fines. Un político, al fin, no es más que un empresario del poder y, como tal, tenderá a maximizar poder. Esto, que según algunos biempensantes es poco menos que una perversión de la vocación de servicio público que debería ungir la política, no es más que la misma simple teoría de juegos que mueve el mundo. Así pues, lo racional, digo, sería mantener al mejor (y acaso el único) candidato que tienen los socialistas, Rubalcaba, y empezar a trabajar en la tarea de oposición con la idea de poder ganar las elecciones dentro de cuatro años, quién sabe si antes, pues no es descabellado pensar en un escenario de crisis que fuerce un adelanto electoral. Cuando a Rubalcaba le ponen un micrófono delante, en Génova tiemblan, y no hay absolutamente nadie en el PSOE, a día de hoy, que pueda hacerlo mejor. Esto sería lo racional y, sin embargo, no es lo que está sucediendo, por lo que empiezo a pensar que, a la sombra del puño y la rosa, más de uno ha empezado a hacer sus cuentas, a ver si saca tajada.

El PSOE ha perdido las elecciones por la crisis y el paro. Todo lo demás son explicaciones accesorias, superfluas, contingentes e insuficientes. Solo dos de los 19 gobiernos de democracias parlamentarias que se han tenido que enfrentar a las urnas desde que comenzó la crisis han sobrevivido. Y si el batacazo de los socialistas españoles ha sido mayor que el de los laboristas australianos, por poner el ejemplo al que hacía referencia Urquizu en El País el otro día, es, sencillamente, porque en España hay cinco millones de parados. Pero pensar que, si Zapatero hubiera reconocido la crisis desde el primer momento o acometido antes la reforma laboral los resultados habrían sido muy distintos, es, cuando menos, ingenuo. Esto no significa que el PSOE haya hecho todo bien, ni mucho menos, pero pone de manifiesto que los ciudadanos votan igual en todas partes y tienen muy poco de estrategas. Por decirlo con Montesquieu, “el pueblo obra por su fogosidad y no por sus designios”. Según esta lectura, los electores habrían mordido al Gobierno en el alma.

Se me podría acusar de estar poniendo en tela juicio la racionalidad del votante. Nada más lejos de mi intención. Acepto, para seguir con Montesquieu, que el votante “tiene capacidad suficiente para darse cuenta de la gestión de los demás”. Sin embargo, admitamos que esta racionalidad está algo sesgada. El votante no dispone de información perfecta (miremos cualquier estadística sobre el grado de información del ciudadano medio sobre temas de actualidad). Además, sucede que los españoles han dado sobradas muestras de comportamiento intransitivo, es decir, encontramos que el ciudadano prefiere que no le toquen el sueldo, que no haya recortes y, por otro lado, que sigamos en el euro y se reduzca el déficit. Bueno, pues asumámoslo: There's no such thing as a free lunch.

Pero, volviendo al PSOE, el partido, efectivamente, ha tenido una derrota histórica, ha perdido 4,3 millones de votos. Podríamos tildarlo, en términos juancarlistas, de “desastre sin paliativos”. Sin embargo, sigue siendo la alternativa de gobierno. Más del 30% de los votos que ha perdido ha pasado a la abstención. El PP apenas ha conseguido arañarle 260.000 votos. El gran beneficiado ha sido, naturalmente, UpyD, que se ha llevado más de 800.000 votos. IU apenas ha sido capaz de acaparar 700.000 papeletas del desencanto socialista, lo que pone de manifiesto la inviabilidad de su política. Si en el peor escenario posible para su rival directo, si habiendo tocado techo, solo son capaces de hacerse con 11 escaños, no debería haber tantos motivos de alegría como de preocupación. Los de Cayo Lara viven instalados en cierto purismo ideológico que pareciera religioso. Como bien dijo Jorge, su reino no es de este mundo, y juegan a seguir vendiéndonos utopías, en lo que no es, como ya nos previno Mises, más que una forma de absolutismo. El trasfondo esclerótico, inmutable, definitivo de la perfección a la que aspiran y que, en último término, queda plasmada en actos como la ausencia del homenaje a la Constitución.

Al final de Antígona, Creonte ve morir, por culpa de su obstinación, a su hijo y su esposa. Con este panorama, ignoro si los españoles han mordido al PSOE en las orejas o lo han herido en el alma. Probablemente, eso sea lo de menos. Lo urgente ahora es que los socialistas actúen racionalmente y lo hagan pronto, antes de que, como Creonte, terminen lamentando no ser “más que quien es nada”. Y, así, tengamos servida la tragedia griega, esta vez a la española.

sábado, 29 de octubre de 2011

Hotel Madrid, y 2: Sin rastro de Myrna Minkoff

Después de mi decepción ante el fracaso asambleario de la primera planta, decidí continuar recorriendo las estancias del Hotel Madrid en un intento desesperado por dar con algo que mereciera la pena. Ignoro cuanto tiempo ha estado cerrado, pero el deterioro general es evidente. Las paredes tienen desconchones y humedades, hay agujeros en el techo, las moquetas están sucias y las cortinas raídas. Todo ello hace que este edificio concebido para albergar personas resulte contradictoriamente inhóspito. El esfuerzo que los indignados han realizado por decorarlo con carteles y mensajes de toda índole (algunos doblados al vasco, incluso, para no herir sensibilidades) ha sido en vano. Para que nos entendamos: ni harta de vino pernoctaría yo allí una sola noche.

En la segunda planta, tal vez la tercera, di con una habitación en cuya puerta se había colocado el siguiente rótulo: “Grupo de política a largo plazo”. Con emoción recuperada, no dudé en adentrarme a escuchar lo que aquellos visionarios estrategas tenían que decir. Era un grupo reducido, de no más de 15 personas y un gato, donde todos fumaban weed (también el gato, sospecho), eso sí, cada uno el suyo, no compartían. Parecían instalados en cierto tipo de superioridad moral/intelectual que les impedía mezclarse con la algarabía de la asamblea general. Estos deben de ser los listos, me dije, y puse todas mis facultades al servicio de lo que ellos llaman “escucha activa”. Sin embargo, ay, nadie me desveló el futuro que el incierto devenir del mundo nos depara. Un tipo cuarentón, que parecía ser el cabecilla, empezó a quejarse del caos general que reina en el hotel. Al parecer, los robos están a la orden del día y no debe de quedar un solo centímetro de hilo de cobre en todo el edificio. El hombre decía desconfiar de todo aquel que no conocía y se atrevía a lanzar acusaciones concretas. Recuerdo que la tenía especialmente tomada con alguien a quien se refería como “el de la perilla”, un sujeto al parecer siniestro, que se reunía con sus acólitos en la última planta del hotel, donde no dejaban pasar a nadie, y que tenía varios secuaces vigilando en la escalera. Según explicaba, estos seguratas improvisados no tenían preocupación ninguna por el movimiento y aseguraba que solo estaban allí para robar todo aquello que más tarde les pudiera proporcionar “una dosis”.

Otro de los presentes se dedicó a insultar a los indignados de la facción de la acampada de Sol, a cuya asamblea, decía, no pensaba volver. Además, planeaba algún tipo de venganza personal contra ellos, ignoro en respuesta a qué ofensa, y afirmaba que iba a publicar no sé qué en la web de 'Toma la plaza', “para que se jodan”.

Pero más allá de las guerras intestinas, que resultan sin duda interesantes y nos descubren que el pretendido movimiento global está, en realidad, lleno de fisuras. Más allá de esto, digo, el comentario más interesante vino de una chica que afirmó estar muy preocupada por el modo en que el movimiento está sirviendo de abono para sectas como el Partido Humanista, que aprovecha la coyuntura para captar a jovencitos inocentes.

En vista de que allí la política a largo plazo brillaba por su ausencia, me largué y continué subiendo pisos. En el último aproveché para salir a la azotea y contemplar la vista de la calle Carretas y la Puerta del Sol. Ya era de noche y la ciudad resplandecía iluminada. A lo lejos, se alzaba el edificio de Telefónica, con su reloj en lo alto, inconfundible. Aquella vista fue la primera cosa y acaso la última que me pareció que merecía la pena en todo el hotel.

El último piso era, sin duda, el más deteriorado de todos, y allí fui a dar con el ínclito grupo del que hablaban varias plantas más abajo. Recuerdo a un tipo calvo, de aspecto siniestro y perilla de chivo, que enseguida identifiqué como aquel que había escuchado tenía guardianes en la escalera. Tampoco estos hablaban de nada trascendente. Ni política, ni economía, ni sociedad. No tardé en notar que mi presencia despertaba miradas recelosas y desconfianza, por lo que, transcurridos un par de minutos, decidí poner rumbo a la calle, ya había tenido suficiente Hotel Madrid.

Cuando, alcanzaba la primera planta, un chico de estética skinhead (antifa, supongo) salió corriendo del salón donde había tenido lugar la asamblea general, llevándome por delante en su empeño. “¡Quita!”, me empujó de malos modos y desapareció escaleras abajo. La gente que llenaba ahora la primera planta daba un poco de miedo y no tenía pinta de querer cambiar el mundo. Alguien discutía acaloradamente al fondo de la sala, así que me apresuré en tomar la calle para evitar problemas. A la salida, encontré al skinhead que había estado a punto de tirarme al suelo inmerso en una pelea. Un tío daba voces, amenazando con quemar el hotel y asesinar a todos los que había dentro. “Vais a saber lo que es un gitano”, gritaba, “ ahora podréis acusar con motivo”. Intuí que el gitano en cuestión debía ser uno de aquellos sobre los que recaían las sospechas de robo.

Si cuando entré tuve la sensación de asistir a una suerte de chaladura colectiva, delirante pero cómica al fin, al salir me dio la impresión de estar abandonando un lugar oscuro e insano. La escena inicial de la asamblea tenía algo mágico, una combinación extraña de 'La vida de Brian' y de Myrna Minkoff, aquel personaje genial de John K. Toole. Pero ya no quedaba nada de los Monty Python ni de la Conjura de los necios. Nada puedo salvar, por tanto, de este 15m que, ahora sí puedo decirlo, conozco desde dentro.


jueves, 27 de octubre de 2011

Hotel Madrid 1: una visión hermenéutica

Los que me conocen, saben que desde el principio me he posicionado en contra de lo que se ha dado en llamar el movimiento 15m. Algunos me han tachado de prejuiciosa, de hablar sin molestarme en conocer el fenómeno desde dentro. Dispuesta a vencer las críticas, me pareció que el 15 de octubre representaba la fecha idónea para conceder el beneficio de la duda a los indignados, acercarme hasta su enésima manifestación, que esta vez sería global, y admitir que lo que allí viera podía cambiar para siempre mi forma de mirarles.

En Cibeles me encontré un panorama desolador que superó cualquier opinión preconcebida. Los manifestantes coreaban consignas contrarias al pago de la deuda, exhortaban al abandono de la Unión Europea y del Euro, llamaban a la huelga general y a la revolución. Me pregunté en qué modo todas estas proclamas podrían beneficiar a la ciudadanía y en qué grado contribuirían a sacarnos de la crisis. No hace falta ser Krugman para hacerse una idea. Lo último que podía esperar de quienes se dicen de izquierdas es este sentimiento antieuropeo recién sobrevenido, esa tendencia a la disgregación que Ortega llamaba “barbarie”.

Voceros con megáfono vomitaban sus mejores creaciones intelectuales para deleite del gran público: Urdangarín, a trabajar al Burger King. Marichalar, a trabajar al Pizza Hut. La Leonor, a trabajar al Hipercor. Y la Sofía, de cajera en el Día. Para el presidente del Santander no hubo siquiera poesía: Botín, hijo de puta. Por alguna razón que no alcanzaba a comprender, solo yo parecía horrorizada. La invitación para que me marchara se hizo evidente cuando un coro de papagayos comenzó a entonar su ópera prima: “PSOE y PP la misma mierda es”.

A pesar de tan triste episodio, decidí no bajar los brazos y darles otra oportunidad. Para ello, me acerqué hasta el Hotel Madrid, que el 15m mantiene ocupado desde hace algún tiempo. A la entrada me pidieron una firma para la causa, que decliné cortésmente, aduciendo que en primer lugar me gustaría visitar las instalaciones. Con una sonrisa me dieron la bienvenida.

Todo el hotel está empapelado con carteles y mensajes: las paredes piden respeto, los espejos conminan a mirarse por dentro y los armarios instan a salir de ellos. En el primer piso, junto a la recepción, hay un sofá medio desvencijado donde encontré un grupo de personas de esas que sufren estoicamente y en silencio (supongo) su preocupación por el fondo de rescate europeo, pero que no pueden disimular evidentes rasgos de adicción a la heroína. Un poco más allá, en un salón de tamaño considerable, di con la celebración de una asamblea. Emocionada, me acerqué a escuchar. Después de tanto oír hablar de ellas, al fin tenía la oportunidad de presenciar una.

Habría unas 80 personas, la mayoría jóvenes, muchos adolescentes, no pocos jubilados y algunos niños y perros. La visibilidad era reducida, pues una niebla de humo lo anegaba todo (imagino que la asamblea aprobaría la concesión de fumar). No sé si serían los efluvios de la marihuana, pero juro que nunca asistí a espectáculo más surrealista y esperpéntico que aquel. Si cuando entré estaba ávida por descubrir las deslumbrantes propuestas que aquellos rebeldes tenían que ofrecer al mundo, pronto entendí que allí no iba a tener lugar alumbramiento ilustrado ninguno. Después de hablar del grupo de peluquería, los grupos de cocina y social coparon el debate. Un chico con cresta moderaba la tertulia. Cuando alguien hacía una propuesta, los demás aprobaban su intervención sacudiendo sus manos en una suerte de aplauso silencioso que guardaba una analogía mayor con cualquier danza de iniciación ritual africana que con lo que entendemos por ovación en occidente. Si alguien estaba en desacuerdo, disponía los brazos cúbito sobre radio, en forma de aspa, y aquello implicaba un “bloqueo”. Un veto, vamos. Había una tercera seña, cuyo significado no logré desentrañar y que a mí me recordaba al gesto con que un jugador lesioando solicita un cambio.

Pero si la mímica era interesante, no lo era menos el lenguaje. El moderador no hacía tal cosa, sino que llevaba a cabo la “dinamización” del grupo. Los alegatos al amor, la paz, los ideales, los sueños y el prójimo eran frecuentes: “todos somos hermanos”, dijo alguien. Si uno interrumpía cuando otro hablaba, los demás, en un tono que resultaba ridículamente serio, le pedían “escucha activa” y “respeto, compañero, respeto”. Como esto no era suficiente para contener la verborrea de algunos, el “dinamizador” terminó por solicitar a los agitadores que salieran de la sala unos minutos para “reflexionar” sobre lo que habían hecho. No pude contener la risa: “¡Como en el cole”!, salté, pero a nadie más le pareció gracioso. No obstante, ni siquiera esta medida punitiva logró templar los ánimos del respetable, incapaz de ponerse de acuerdo en nada. Unos pedían matizar una propuesta, otros bloquearla. También cabía matizar bloqueos, bloquear matices, aunque no así informaciones. “Una información no se puede bloquear”, recordó alguien de “coordinación interna”, mientras otro apuntaba que sería preciso “teorizar sobre el bloqueo de bloqueos”. Aquello, más que una asamblea, parecía una maratón de 'piedra, papel, o tijera'. Supongo que las propuestas son como un papel y el bloqueo como una tijera que puede cortarlo. Sin embargo, las informaciones han de ser piedras, pues no hay bloqueo/tijera que pueda con ellas. Esta es la explicación que yo me di a mí misma para tratar de comprender algo.

En medio de esta chaladura ininteligible, tomó la palabra un señor mayor que afirmó ser analfabeto. El hombre alzó la voz sobre el resto y dijo: “Los jóvenes no sé para qué queréis tantos estudios ni tanta polla, si lleváis aquí un mes y medio y aún no habéis sido capaces de hacer nada”. Creo que son las palabras más sensatas que han escuchado las paredes de ese hotel.

Yo temía que en cualquier momento el dinamizador fuera a proclamar que la parte contratante de la primera parte sería considerada como la parte contratante de la primera parte. Así pues, decidí huir de aquel lugar y de aquel lenguaje de politburó hippie, y visitar los pisos superiores. Justo en ese instante, los del grupo de teatro se quejaban de que había “problemáticas” (¡esa obsesión por alargar las palabras ad infinitum!) relativas a su división que aún no se habían “asambleado”. Algunos agitaban las manos en señal de aplauso, otros cruzaban los brazos como muestra de “disenso” y yo estuve tentada de pedir al míster el cambio...

Continuará...


viernes, 30 de septiembre de 2011

Tres historias de la calle Alcalá

 
El otro día iba yo en el metro, línea nueve, escuchando a los Strokes o puede que fueran los Pixies. Hacía tiempo que no viajaba en metro. No hay metro en Brighton. La verdad es que no aprecié ningún cambio sustancial que acentuara mi ausencia pasajera, salvo la aparición de algunas tabletas, entre lo que antes eran solo libros de bolsillo y diarios gratuitos. Iba, digo, escuchando a los Strokes o los Pixies, quizá The Cure. Por algún motivo que no recuerdo, llevaba varias estaciones pensando en Araquistáin. Araquistaín, qué tipo aquel. La primera vez que supe de él me pareció un cretino largocaballerista. En los años treinta dirigía la revista Leviatán y era miembro del ala más revolucionaria del PSOE, marxista convencido y partidario de la dictadura del proletariado. Escribió aquello de “venga un poco de caos” y solía lamentarse, allá por 1934, de que “en España ha habido muy poca guerra civil”. Como quería caldo, le pusieron dos tazas. Y, claro, acabó astragado (¿por qué rayos no existe la palabra astragado?). Hace poco averigüé que en el exilio renegaría de la doctrina radical, adoptando una postura de reconciliación nacional. Una reconciliación por la que estaba dispuesto, incluso, a aceptar la monarquía. Al final, el abatido y desconsolado Araquistáin abandonó toda vieja aspiración revolucionaria, asegurando que se conformaría con “un régimen que me permitiera pasear tranquilamente por la calle de Alcalá y comprar libros viejos en el mercado”. Todo muy triste.

Esto pensaba yo sentada en la línea nueve, cuando reparé en uno de los viajeros, que era, básicamente, normal. En realidad, lo que voy a contarles no tiene nada que ver con el cretino o el pobre Araquistáin, pero este señor se cruzó en mi biografía justo en el momento en que aquel me atravesaba el córtex y yo, que soy muy respetuosa con el transcurrir de los acontecimientos, me limito a transcribir fielmente el modo en que se produjeron los hechos. No soy persona que pueda decirse observadora, pero este sujeto llamó mi atención porque, en el preciso instante en que apareció en mi campo visual, supe (no deduje, no intuí, no supuse), supe que se dirigía a una entrevista de trabajo. El hombre se veía intranquilo, casi angustiado. Sudaba y se miraba constantemente en el cristal de la puerta del vagón, atusándose el pelo una vez y otra, para no cambiar nada en él, en un gesto nervioso y automático. Después tomó algo más de distancia, ladeó levemente el mentón, contempló su figura y decidió remeterse la camisa blanca por dentro de los pantalones. Bien hecho, lo animé sin hablar. Aquel tipo alto y delgado ya no era joven. Por la inseguridad y la urgencia que lo azoraban pensé que debía de tratarse de un parado de larga duración. Tendrá que mostrarse más confiado en la entrevista, me dije, si quiere conseguir ese empleo. Sujetaba en la mano una carpetilla de papel en la que, supuse, llevaría su currículum y alguna referencia. No vestía demasiado formal y, sin embargo, esas ropas iban diciendo a gritos que no eran las suyas, no, desde luego, las que le abrigaban los días corrientes, en que no lo esperaban con una oferta de trabajo. Tenía los ojos claros, los pómulos hundidos y la piel picada. Lo cierto es que, a pesar de sus esfuerzos por disimularlo, llevaba impreso su origen humilde en el rostro. Lo vi bajarse en Príncipe de Vergara, detenerse en mitad del andén, mirar a ambos lados, tratando de localizar la salida. Después le deseé suerte, sin que él pudiera notarlo. Lo imaginé subiendo las escaleras mecánicas sin detenerse, alcanzar la calle Alcalá, la misma calle Alcalá por la que Araquistáin aspiraba a pasear tranquilo y comprar libros viejos. Pero él no caminaría tranquilo ni se detendría a comprar nada.

Ahora sonaban los Velvet Underground o quizá los Arctic Monkeys. El tren continuó su trayecto hacia Núñez de Balboa, donde yo me apeé para hacer trasbordo y tomar la línea cinco hasta Rubén Darío. Me acordé entonces del poeta de Metapa. Siempre me ha gustado esa palabra, Metapa, como me gustan las palabras Popocatépetl, Tehuantepec o Tegucigalpa. El autor de Azul... fue, en su día, embajador de Nicaragua en Madrid y se me ocurrió que él también hubo de hollar las aceras y pasear tranquilo o no, y detenerse a comprar libros viejos o nuevos, o, simplemente, pasar de largo por la calle de Alcalá. Él pisó sus adoquines mucho antes de que un tipo delgado se bajara en la estación de Príncipe de Vergara para acudir a una entrevista de trabajo. La recorrió incluso antes de que Ariquistáin expresara su anhelo de libros y paseos, vencido y viejo, desde su exilio de Ginebra.

He pensado que solo hay una cosa que puede unir a un poeta modernista de principios de siglo, un revolucionario republicano arrepentido y un hombre corriente en la gran crisis del nuevo milenio: haber hecho resonar sus pasos en la calle de Alcalá. Seguramente, aquellos ecos antiguos y modernos viajan ahora, de forma coetánea, a bordo de una onda, como lo hace también el Big Bang. Luego he releído todo lo que llevo escrito y he concluido que este texto está muy cerca de ser una mierda. Me he encogido de hombros, le he dado al play, han sonado Los Planetas y Radiohead.

La boca de metro de Príncipe de Vergara, en la Calle Alcalá.


miércoles, 21 de septiembre de 2011

Regreso a Brighton

Al fin llegué a Brighton. Por las calles veo crestas rosas, pitbulls atigrados, harringtons color burdeos (qué rayos será el color burdeos), marteens amarillas, esas pieles bruñidas de tinta que le hacen a una querer tatuarse hasta el alma. Llueve y sale el sol. This is England. Veo, también, una silla de ruedas motorizada, de esas que aquí tienen todos los abuelos y los gordos. Está sola, aparcada en la puerta de un Subway. Miro el interior a través de la cristalera. Dos personas comparten una mesa pequeña, sentados uno frente al otro, las cabezas juntas, como lo hacen las parejas de enamorados. No alcanzo a ver lo que comen, tal vez uno de esos bocadillos de albóndigas que tanto gustan a Mario. Por el tipo de establecimiento, una esperaría que se tratara de un par de adolescentes, acaso veinteañeros cubiertos de oro, él calza unas Air Max, ella luce una melena decolorada y viste un chándal como de terciopelo. No. La indumentaria es impecable. Gente con dinero. Él ya no cumplirá los 80 y ella no le anda a la zaga. Supongo que son los dueños de la sillita que espera afuera.

En la esquina, Mustafá trabaja, como cada día, en su puesto de frutas y verduras. Adivino su rostro bajo la sempiterna gorra, ensombrecido por el toldo de rayas, ya raído, que sirve de visera al local. Un coche se detiene ante la luz roja de un semáforo. Por el hueco que dejan las ventanillas bajadas se escapa el sonido de una armónica. Es Just like a woman, de Bob Dylan, digo para mí, segura de acertar. “Nobody feels any pain...” Premio. Al llegar a casa, abro el balcón y escucho el tráfico de London Road. Lo hago largamente, como quien se extasia mirando el mar o estudia el sueño plácido de su enamorada. Es solo London Road, Carmen se ríe de mí. Hasta aquí llegan los metales de las baterías que los chicos aporrean en el Hydrant. De vez en cuando, un autobús de dos pisos se para ante mi ventana, casi a mi altura. Entonces, me gusta saludar a los viajeros del nivel superior, que siempre responden agitando sus manos, sonrientes.

Por la noche me reúno con algunos amigos en un pub inglés. Es ese que hay detrás de la estación, en la parte que da al aparcamiento, no recuerdo el nombre. La calle, más que oscura, es afótica, si es que existe la palabra. Jamás frecuentaría un lugar así en Madrid. Pero esto es Brighton y, tras la negrura abisal que lo envuelve, el umbral no da paso al antro que esperaría encontrar. Las tuberías vistas, la luz tenue, las paredes de ladrillo ocuro, viejo; el mismo ladrillo que conforma los cimentos de la estación. Hay música en directo. El sitio está lleno de inglesitos de pantalones pitillo remangados y camisas abotonadas hasta la nuez. Declino la mano de un chico que me quiere sacar a bailar. La banda es muy buena. Hacen un blues denso que suena mejor que bien. El vocalista es un tipo con carisma y cierto atractivo que andará en la cuarentena. Lleva una gorra como bombacha, de visera corta, que le confiere un leve aire de Tom Waits. Recorre el mástil de la guitarra más rápido de lo que yo soy capaz de teclear en el ordenador y canta con empaque sin dejar de sonreír. De vuelta a casa, solo se escuchan los insultos al frío. El frío húmedo de Brighton, anunciando un invierno que no habrá de tardar.

En la cama, las sábanas recién lavadas. Huelen al jabón que compramos en Sainsbury's y eso me hace sentir bien. Escucharé por última vez Famous blue raincoat: es tarde, mañana me espera Zsolt. Y eso también me hace sentir bien.




Green Doors Store (Late bar live music)


sábado, 2 de abril de 2011

Dadaísmo

Yo digo que los carteles de neón están bien. Que está bien el tráfico y hasta las ambulancias con sirenas infernales. Digo que los charcos están bien, bien los semáforos, bien los toldos raídos y los anuncios de las marquesinas. Bien está el frío y la lluvia. A veces, incluso, digo que está bien el Starbucks. A veces.

A veces digo: “no volveré nunca”. Y unos días añoro Malasaña, y otros días recuerdo mi barrio, con sus jóvenes como de provincias, provincianos como el Tuenti; con sus adolescentes viejos, más viejos que el Messenger. No volveré, no volveré. Me quedaré en el Pier de Brighton y no tomaré un autobús nunca. Me quedaré en la playa para siempre. Para siempre. Leeré a Chesterton y aguardaré el esplendor de encontrar algo al doblar la esquina. Leeré a Proust para no escribir jamás: “durante mucho tiempo, me acosté temprano”.

A veces digo: “me marcharé a otro sitio”. A Italia o a San Francisco. Empezaré otra aventura. Y no me aburriré nunca. Y no veré nunca esa antena, enhiesto surtidor de muerte, en lo alto de las azoteas. Y no cogeré el metro. Y no me atrapará jamás una oficina. Escribiré. Estudiaré. No me alcanzará el tedio de las hipotecas, de las vidas planeadas, del orden que imponen los lunes y los fines de semana. ¿Cuándo es sábado, cuándo miércoles? Yo no lo sé. No lo sé.

Y ahora digo: “me iré a Alemania”. Me esconderé diez días en la Selva Negra. Solo me verán las vigas de una casa de madera. Espiaré a los ciervos y a los zorros tras el súber de un abeto. Buscaré caras en las llamas de una lumbre. Me apostaré en su puerta, sabiendo que no espero a nadie. Lejos de los ladrillos de Madrid y de ese ascensor que siempre para en mi piso y nunca me devuelve a mi madre.

Después, regresaré a los brazos de Brighton, a sus óleos y sus olas. Y cuando me pregunten a quién espero, miraré mi casa desprovista de antenas mortales, subiré sus escaleras estrechas, cubiertas de moqueta verde. Buscaré con el oído el sonido aprendido de un ascensor que conozco muy bien. Y no lo hallaré, ¿sabes? No lo hallaré. Y al fin podré decir: a nadie. No espero a nadie. Coge la cartera y las llaves: esta noche quemaremos la ciudad.


lunes, 21 de marzo de 2011

De Irak a Libia

Hoy se escuchan numerosas voces que alimentan el debate en torno a la intervención militar que los aliados de la ONU libran en Libia. Las Relaciones Internacionales, así como el Derecho que las regula, son elementos complejos que suelen escapar al dominio de la opinión pública. Y es este desconocimiento, en ocasiones mezclado con altas dosis de intereses ideológicos y demagogia, el que está originando una distorsión de la situación que puede conducir a una malinterpretación de los hechos. Uno de los discursos que más se esgrime estos días, especialmente entre quienes desean ver caer el Gobierno, es aquel que pretende establecer un paralelismo entre la guerra de Irak, a la que se opuso el PSOE, y la operación actual, apoyada por el ejecutivo socialista.

Si bien las diferencias entre ambas situaciones son clamorosas, conviene recordarlas para evitar que se instale entre la ciudadanía una percepción errónea de los últimos acontecimientos.

En primer lugar, hay que destacar que la intervención en Libia cuenta con una resolución favorable de Naciones Unidas. Es decir, se trata de una Coalición Internacional, y no de una coalición de la voluntad (coalition of the willing) como sucediera en Irak en el año 2003. Este hecho, que puede parecer irrelevante, es absolutamente central. La misión ha sido legitimada por la máxima autoridad mundial. Para ello, ha sido necesario que ninguno de los miembros permanentes del Consejo de Seguridad utilizara su derecho de veto. Los cinco: Francia, Reino Unido, Estados Unidos, Rusia y China, se reservan ese derecho por ser los únicos países que habían conseguido desarrollar la bomba atómica antes de la firma del Tratado de No Proliferación Nuclear (TNP), en 1968. Después de esa fecha, solo India, Pakistán e Israel obtuvieron el arma nuclear (ninguno de los tres firmó el TNP).

En segundo lugar, cabe señalar las motivaciones que condujeron a una y otra intervenciones. La guerra de Irak fue defendida por Bush con argumentos falaces. La alusión a las armas de destrucción masiva pronto se reveló falsa. Del mismo modo, trató de extenderse la creencia de que Irak era un baluarte del terrorismo internacional, habiéndose demostrado que Al Qaeda no existía en aquel país antes de la guerra (es más, fue la guerra la que cocinó el caldo de cultivo necesario para que Al Qaeda se instalara allí). En el caso de Libia, la Coalición Internacional está llevando a cabo una misión policial sobre objetivos concretos para defender a la población civil de una masacre orquestada por Gadafi.

En tercer lugar, la intervención en Libia llega después de que su propio pueblo se levantara contra el régimen, de que los rebeldes solicitaran la ayuda internacional y de que la intervención fuera avalada por los países de la Liga Árabe. Ninguna de estas tres condiciones se cumplió en el caso de Irak: ni levantamiento popular, ni petición de auxilio, ni aceptación por parte del mundo árabe.

Por todo esto, no acabo de entender a quienes se preguntan dónde están ahora los que se opusieron en su día a la ilegal guerra de Irak. Están con los aliados. La ciudadanía no es estúpida, sabe discernir. Tanto la ONU como la opinión pública han defendido acciones militares allí donde ha estado justificado. Así, se apoyó la intervención de Afganistán. Así, se entenderían acciones en Pakistán. Así, todos están hoy con la Coalición Internacional. Recordémoslo: Libia no es Irak.

sábado, 5 de febrero de 2011

Egipto: entre Jomeini y la cuarta ola

Tratar de aventurar lo que va a tener lugar en el mundo árabe en un futuro a corto y largo plazo es, seguramente, una tarea vana. Podemos intentar leer entre las líneas de la historia y razonar un curso de acontecimientos previsible y lógico, y, con todo, es muy posible que erremos en las previsiones, como yerran siempre los economistas, por mucho que hayan estudiado a Keynes y Adam Smith.

Sin embargo, yo no soy una experta y puedo permitirme ciertos patinazos, jugar a especular. Hoy todos especulamos. Llevo muchos días mirando los periódicos sin atreverme a formular un juicio, intentando averiguar hacía dónde nos dirigimos. Miro de reojo y con pavor el recuerdo iraní de 1979 y me pregunto si no estaremos cabalgando hacia la misma teocracia persa, que también tiene origen en una revolución laica. Por otro lado, el contexto actual no es el de los años del telón de acero. Esta vez la pólvora ha llevado el fuego de la mecha a varios focos y va a ser muy difícil extinguir todos sin que las consecuencias traigan un cambio inexorable. El éxito de la rebelión egipcia dependerá de la represión que emplee Mubarak y de cuán dispuestos estén los egipcios a desafiarla y resistir. Sin embargo y pase lo que pase, el efecto contagio es imparable. Después de Túnez y El Cairo vienen Yemen, Jordania, quién sabe si Marruecos. Si los gobiernos caen, cabe el riesgo de que los radicales se hagan con el poder. Pero también puede que se produzca una corriente democratizadora en todo el mundo árabe, una corriente que nadie había previsto y que, desde luego, era impensable con Bush al timón de la primera potencia, no así con Obama, al que muchos ya se habían apresurado a defenestrar, quizá demasiado pronto.

Si esto fuera así, si se estuviera fraguando ahora la cresta de una nueva ola de democracias, estaríamos ante la cuarta marea, después de que Samuel Huntington describiera esa tercera ola que trajo la democracia a países como España, Portugal o Grecia. Si los países árabes dejaran de mirar hacia Irán para querer verse reflejados en la actual Turquía, el éxito de esas futuribles nuevas democracias dependería de la solidez y estabilidad económicas de aquellos estados, así como de la fortaleza de sus clases medias. Los países bañados por el Mediterráneo son, por su cercanía a Occidente, los más firmes candidatos a recibir por capilaridad las ansias democráticas. El contacto con Europa puede traer, como por ósmosis, el estado de derecho que flota en el agua intersticial de este Mare Nostrum.
Del resultado de estas revoluciones dependerá también el terrorismo islamista internacional, que radica precisamente en la Revolución Islámica de 1979. Las olas terroristas se han producido a lo largo de la historia de un modo cíclico. Hubo una primera ola anarquista, una segunda anticolonial, una tercera izquierdista y ahora atravesamos la cuarta ola, de corte religioso y radical. Todas han tenido un periodo de desarrollo de unos 40 años. Y esta última ya ha superado los 30 años de vida. Si las protestas del mundo árabe trajeran la cuarta ola democrática, en términos de Huntington, es posible que ello también implicara la decadencia de esta otra cuarta ola terrorista.

Pero, por supuesto, todo esto no son más que especulaciones. El resultado final dependerá de una compleja confluencia de variables difícil de predecir. Así, ante la pregunta ¿traerán los egipcios la democracia al mundo árabe?, solo cabe una respuesta: Insha'Allah.

Egipto.