viernes, 15 de febrero de 2013

Cataluña y la miopía nacionalista

Decía Spengler que los griegos y los romanos eran incapaces de sentir el tiempo. Vivían en una sucesión finita de presentes, afectados por una miopía que los hacía incapaces para proyectar el futuro. Cuando se presentaba una contingencia, consultaban las páginas ya escritas y los caminos ya hollados, vueltos siempre los ojos al pasado. Sin embargo, hubo de suceder el día en que la retina histórica se restaurara, y vieran los hombres ampliarse el horizonte como lo ve el vigía al alzarse en el mástil de proa. Hubo de suceder digo, porque lo que distingue al moderno Occidente de sus clásicos antepasados es su vocación de mañana.


Según Ortega, el primero en invertir la tendencia será César. César no quiere emular a Alejandro, sino que parece contradecirlo. Renuncia al prestigioso pasado de Oriente y se vuelca en Europa. Se enfrenta a los viejos republicanos fieles al Estado-ciudad, a los conservadores que atribuyen al expansionismo todos los males de Roma. Apuesta por un Imperio que va más allá de un centro que manda y una periferia que obedece, e idea un gigantesco cuerpo social donde cada elemento es a la vez sujeto pasivo y activo del Estado. Ortega dirá: “tal es el Estado moderno”.


Efectivamente, Europa es heredera de ese ímpetu de futuro que moviera a César. Stuart Mill lo expresará así: “nos alabamos de ser el pueblo más progresivo que ha existido nunca”. 1789 será la fecha de la primera gran revolución de la Historia que no viene a recuperar el statu mancillado, sino que llega para imponer un orden alejado de toda experiencia y que solo ha sido “imaginado”. De sus riesgos nos avisará Lord Acton, que clasificará en tres los nocivos productos de aquel ensayo francés: el igualitarismo, el socialismo y el nacionalismo. De entre ellos, no dudará en señalar el nacionalismo como el más poderoso y, como si de una negra profecía se tratara, nos avanza que acabará con sus dos hermanos para imponerse.


Los peores presagios de Lord Acton no tardarán en cumplirse. La guerra francoprusiana dará origen a la edad dorada de los nacionalismos, cuyas más sangrientas creaciones verán la luz en el corazón de Europa, primero en 1914 y, más tarde, en 1939. Aleccionados por la barbarie y la destrucción desplegadas, los europeos entonaremos nuestro propio “never again” y erigiremos una Unión Europea que conjure el fantasma del nacionalismo, salvaguarde la democracia y mire al futuro. Se abrirá paso, así, una nueva etapa caracterizada por la voluntad integradora y volcada en la convivencia.


Sin embargo, el nacionalismo catalán parece ajeno al discurrir de los tiempos, y sigue retoñando allá y acá, cada cierto tiempo, sin resignarse a abandonarnos nunca y planteando nuevos retos que dificultan ese “conllevar” que arrastramos desde hace más de un siglo. Los nacionalistas han recaído en la vieja miopía que afectara a los antiguos y solo aciertan a volver las córneas al pasado. Porque no es el nacionalismo cosa progresista alguna, al contrario. Ortega afirmará: “El Estado no es consanguinidad, ni unidad lingüística, ni unidad territorial, ni contigüidad de habitación. No es nada material, inerte, dado y limitado. Es un puro dinamismo --la voluntad de hacer algo en común--, y merced a ello la idea estatal no está limitada por término físico ninguno”. Renan lo dirá en dos palabras que ya forman parte del imaginario europeo: la nación es un “plebiscito cotidiano”. Pero los nacionalistas catalanes siguen apelando a la lengua, la cultura y las fronteras para propagar su mensaje disgregador.


Cuando alegan que la lengua hace la nación, recuerdo a Strauss y Mommsen defendiendo que podían demostrar científicamente que Alsacia era alemana porque sus habitantes hablaban mayoritariamente alemán. No obstante, suele ocurrir que el hecho de que en un territorio se hable una lengua es fruto de la imposición de una unidad política anterior, y no al revés. Es decir, como consecuencia de la unidad política se fomenta la homogeneización lingüística, y lo mismo podemos afirmar con respecto a la cultura. Si hubo un día en que los napolitanos hablaron catalán, no fue porque pertenecieran a la nación catalana, sino resultado de conquistas e imposiciones políticas. Por este mismo motivo, no puede afirmarse que peruanos o argentinos formen parte de la nación española, por mucho que compartamos la misma lengua.


Pero el problema no solo reside en una perpetua evocación del pasado, sino que pasa por reescribirlo y mitificarlo. Así, quieren convencernos de que lo que fuera una guerra de sucesión se trató en realidad del atropello de la nación catalana, sometida desde entonces a una España que lleva 300 años oprimiéndola y expoliándola. Esto es lo que nos contaba Artur Mas en la Diada del pasado 11 de septiembre, en un intento de remover las tripas al pueblo, aunando pasado y economía, para tratar de salvar los muebles de su mala gestión. El inconveniente de querer reinventar lo pretérito es que a uno siempre lo acaban delatando los libros de Historia. Y lo mismo sucede con la economía. Cataluña despegará económicamente una vez que Carlos III, un rey Brobón, autorice el libre comercio con América que había sido denegado antes por la dinastía de los Habsburgo. De igual modo, durante todo el siglo XIX se practicarán políticas proteccionistas destinadas a beneficiar a la industria catalana. Ya en en el siglo XX, la burguesía que después abrazaría el nacionalismo se mostrará partidaria de Primo de Rivera como mejor garante de sus intereses. Y en 2013 llaman expolio a lo que no es sino un sistema de redistribución autonómico. Cataluña paga más de lo que recibe, como pagan más Madrid o Baleares. Lo que los nacionalistas no se atreven a decir es que lo que les molesta no es el falso expolio, sino el régimen solidario.


Pero lo más interesante es la nueva dimensión política que está cobrando el asunto. Lo que nos presentan CiU y ERC es un “sujeto político y jurídico soberano” llamado Cataluña. Según esta descripción, cabría pensar que Cataluña es una señora. Sin embargo, el trasfondo es mucho más grave por cuanto trasluce una entidad colectiva que siente y actúa unívocamente. Los ciudadanos catalanes pasan a ser simplemente Cataluña. Y su permanencia o no en España ya no atañe al conjunto de la ciudadanía española, sino que compete exclusivamente a este nuevo “sujeto político y jurídico soberano”. Así, arrogada del “derecho a decidir”, Cataluña preguntará a los catalanes si quieren formar un Estado propio. ¿A los catalanes de los territorios históricos de aquella gran nación que fue? No exactamente, no sea que pierdan el referéndum. Preguntará a quienes residan en las provincias catalanas delimitadas por el estado español.
 

Como sea que la citada consulta contradice los postulados de la Constitución, es bastante probable que la señora Cataluña no vaya a marcharse a ningún sitio. Y, así, nos iremos a dormir y nos despertaremos de nuevo en este perenne suceder de presentes sin vocación de mañana de que hablara Spengler. En la penitencia del “conllevar” que nos impusiera Ortega. Feliz Día de la Marmota.