miércoles, 9 de octubre de 2013

Monarquía y democracia: un comentario

Acabo de leer este estupendo artículo de Lluis Orriols, ¿Cuán democrática puede ser una monarquía?, en el que muestra cómo, quizá paradójicamente, los países con monarquías parlamentarias puntúan más alto que las repúblicas en calidad y satisfacción democráticas.


Como bien dice Lluis, esto no significa que exista una relación de causalidad entre monarquía y buen gobierno, pero sí creo que puede darnos alguna pista sobre quiénes son estos países y de dónde vienen sus buenos resultados.


Es cierto que la mayoría los regímenes democráticos actuales son republicanos, pero, tal como ha señalado Stanley G. Payne, a principios del siglo pasado, en Europa había solo dos repúblicas. Sin embargo, entre 1917 y 1939 asistimos en el viejo continente a eso que Mosse bautizó de forma tan atinada como la “brutalización de la política”, de la que se seguirá la quiebra de, aproximadamente, dos tercios de las democracias europeas vigentes entonces. Será después de la Segunda Guerra Mundial cuando, afanada en la tarea de su reconstrucción, Europa vea proliferar un gran número de nuevas repúblicas, dejando a los estados monárquicos en minoría.  


No es mi intención especular aquí sobre las razones que llevaron a los países a abrazar regímenes republicanos con preferencia sobre las opciones monárquicas. Sí me gustaría, en cambio, volver sobre ese tercio de democracias que sobrevivió a las “guerras civiles europeas”. Casi todas ellas, con las excepciones de Suiza, Finlandia y Francia (hasta Vichy), como ha afirmado Álvarez Tardío, eran “monarquías parlamentarias firmemente asentadas y legitimadas en un consenso social amplio”.


Esto me lleva a pensar que, probablemente, aquellas monarquías también hubieran puntuado entonces por encima de los estados republicanos en calidad y satisfacción democráticas, y que son precisamente la legitimidad y el consenso en torno a ellas los que hicieron posible que estas democracias se mantuvieran sólidas en los tiempos de la brutalización de la política.

Que en el siglo XXI sean las monarquías parlamentarias las que ocupan los primeros puestos de calidad entre las democracias extraña un poco menos si tenemos en cuenta que ya eran estados democráticos firmes en días en que la barbarie y los movimientos revolucionarios, fascistas o socialistas, se cernían sobre Europa. Lo que cabría preguntarse ahora es por qué fueron monárquicos los regímenes que, en la Europa de entreguerras, no sucumbieron a las tentaciones totalitarias. Pero eso ya lo dejamos para otro momento.

miércoles, 2 de octubre de 2013

Artur Mas: entre la libertad y la condena

Hace algunos años, cuando la agenda nacionalista la marcaban ETA y el PNV, cuando la crisis económica era aún una burbuja lozana y el Estatut, polvo de estos lodos, solo el sueño húmedo de unos pocos. Hace algunos años, digo, no ha tanto de aquello, Arzalluz ondeaba una ikurriña por la misma causa que otros se arropan hoy con banderas esteladas, y Barcelona amanecía con el cuerpo ya frío, dos balas en la cabeza, un charco de sangre en un aparcamiento, que horas antes había pertenecido a Ernest Lluch.


Aquellos días, claro, las cosas eran distintas. Los terroristas descargaban sus cañones de futuro sobre la nuca de los buscadores de consensos, y la euforia de ladrillos y campos de golf aliviaba en Cataluña los agravios extractivos de la cleptomanía mesetaria. Sin embargo, los ciudadanos españoles de entonces conllevaban el nacionalismo, cualquiera que fuera su lengua vehicular, como lo hacen los de ahora, en una suerte de penitencia eterna que nos impusiera Ortega.


También conoció el jovencísimo siglo XXI de los discursos equidistantes, de los argumentos justificadores y de la pompa inane de los bienintencionados que pueblan ahora las páginas de los diarios nacionales. En una ocasión, Fernando Savater se refirió como “tonto útil” a quien consideró uno de esos biempensantes, Iñaki Gabilondo, por su reiterada connivencia con el nacionalismo vasco. Ante las quejas airadas del periodista herido en el orgullo, el filósofo no tardó en rectificar sus palabras: “retiro lo de útil”, sentenció.


Yo, que no tengo la talla (como no sea la estatura) de Fernando Savater, no me atreveré a llamar tontos, útiles o no, a los Jordi Évole o los Suso de Toro. No obstante, y aunque en la capital gustamos más de discutir sobre la portería del Real Madrid que sobre identidades nacionales, creo que ha llegado el momento de responder al nacionalismo. De abandonar el letargo permisivo con las medias verdades, las afirmaciones inexactas, la banalidad de los “compañeros de viaje” y las mentiras sin paliativos. De romper la espiral de silencio.


Artur Mas miente. Pero lo terrible es que miente a los suyos, lo cual da una idea bastante aproximada del respeto intelectual y moral que concede a quienes están llamados a ser su “pueblo”. Mas miente cuando afirma que Cataluña puede separarse de España sin divorciarse también de Europa, como no se han cansado de repetir desde las instituciones comunitarias. Europa, la vieja Europa que se levantó, arrepentida, vuelta en cenizas, para conjurar el fantasma del nacionalismo, ¿por qué habría de auspiciar de nuevo en su seno aquella semilla funesta? La Europa de la solidaridad y los fondos de cohesión, ¿por qué acogería a quien dice estar cansado de subsidiar a los menos ricos? La Europa de la inclusión, que mira a una integración mayor, ¿por qué abriría su casa a los portavoces de la disgregación y la exclusión?


Mas miente cuando dice que la corrupción se detendrá en la otra orilla del Ebro el día que Cataluña abandone España con un portazo. Esa corrupción que vive en los apellidos de la burguesía de siempre, nacionalista hoy, franquista ayer, primorriverista en otro tiempo. La corrupción que habita en los Pujol, los Millet o los Pallerols, se evaporará como se evapora en julio el agua cálida del Mediterráneo, pero solo para llover otra vez sobre las cumbres de los Pirineos en otoño.


Mas Miente cuando lanza previsiones económicas sesgadas, en las que la secesión catalana es la única variable considerada. Previsiones en las que el comportamiento del resto de actores es constante y no un suceso dependiente de la autodeterminación. Previsiones que no contemplan variaciones en las exportaciones hacia España, en el consumo de productos catalanes o en la localización de empresas nacionales, el día después de la independencia.


Mas miente cuando acusa de ser nacionalistas españoles a quienes le discuten. Sabe muy bien el presidente de la Generalitat que en España ya padecimos cuarenta años de aquel nacionalismo. Cuatro décadas perniciosas que nos vacunaron contra cualquier tentación nostálgica. Lo que queda de eso hoy en España es un residuo tan pequeño que ni siquiera ostenta representación parlamentaria. Quien se opone al nacionalismo no lo hace parapetado tras otro de signo contrario. Oponerse al nacionalismo es oponerse a una ideología reaccionaria, que ha sido bastante bien estudiada desde que el capitalismo impreso y las condiciones de la modernidad proporcionadas por la Revolución Industrial hicieran posible su expansión. Una ideología para la que las naciones son naturales y anteriores a las organizaciones políticas; superiores, por tanto, a estas, que deben someterse para la perpetuación de los valores nacionales. No en vano, Lord Acton diría que el nacionalismo sería el peor de los productos que nos trajera la Revolución Francesa.


Sea como fuere, desde la guerra franco-prusiana de 1870 hasta la desintegración de Yugoslavia, pasando por dos guerras mundiales, Europa ha sido testigo (y protagonista) del horror nacionalista durante más de 100 años. Cataluña no ha inventado, pues, el nacionalismo, por muy elegidos que se sientan los promotores de su independencia. Gellner dijo una vez: “Las naciones no tienen ombligo”, como no lo pueden tener Adán y Eva, que fueron “creados” por un dios. Las naciones son, pues, “inventadas”, del mismo modo que piensan los creacionistas que los hombres son un invento divino. Es más, las naciones son, en palabras de Benedict Anderson, “comunidades imaginadas”; pero dicha comunidad ha de ser, para Dominique Schnapper, una “comunidad de ciudadanos”, cuya distinción más importante es vivir bajo el paraguas de un estado democrático y soberano. Renan añadirá que la nación es un “plebiscito cotidiano”. Y lo cotidiano tiene muy poco que ver con los cromosomas pretéritos y las costumbres ancestrales. Nada que ver, por tanto, con la idea de una “comunidad de sangre”, cuya homogeneidad es producto de la “actividad comunitaria política” (Weber), “el efecto, y no la causa, de la unificación estatal” (Ortega).


Mas miente en el New York Times cuando habla de una Cataluña soberana hasta 1714, fecha en la que le fueron arrebatados, asegura, todos sus valores. ¿Podría el señor Mas explicarnos sin sonrojo cuáles eran los valores de los “catalanes” de comienzos del siglo XVIII? Ya Adrian Hastings nos prevendrá contra la “mitologización” de la identidad nacional de los que aspiran a decirse nación: “son episodios en los que la salvación nacional está o parece estar en juego. Casi siempre hay un traidor en la historia [léase Madrid o España], y esto agudiza el sentimiento de ‘nosotros’ y ‘ellos’, el deber absoluto de lealtad a la camaradería horizontal del ‘nosotros’ y el abismo moral que nos separa de los otros, de la amenaza contra nuestra ‘libertad, religión y leyes’... [léase llibertat, llengua, valors...]”. Ahí tiene Sant Jordi su dragón: construyamos un relato nacional.


También Hobsbawn ironiza sobre la inclinación del nacionalismo a inventar un pasado laudable para la nación en ciernes: “Recuerdo el título de un libro sobre Mohenjo Daro y la civilización urbana en el valle del Indo. Se llamaba Cinco mil años de Pakistán, un país que hasta 1947 no existió y cuyo nombre mismo no se inventó antes de 1932 o 1933”. Y tampoco tarda mucho Kedourie en destapar las trampas de Mas: “no hay razón convincente por la cual el hecho de que la gente hable el mismo idioma o pertenezca a la misma raza, habría de darle el derecho a disfrutar de un gobierno exclusivo”. El problema de pretender transmutar un hecho lingüístico o cultural en un imperativo estatal es que se está poniendo en tela de juicio la misma idea de libertad, como advertirá Renan: la tesis según la cual la circunstancia de compartir una lengua, una religión o un color de piel aboca indefectiblemente a los individuos a convivir en un mismo estado «condena» a esas personas a pertenecer a determinado cuerpo político, a agruparse políticamente en determinada forma.


Artur Mas miente, pero sucede que no suele ser posible engañar a todos todo el rato. Y, desde luego, harto más difícil resulta engañarse uno mismo. Es por ello que ya empiezan a escucharse los primeros titubeos en las filas nacionalistas, las primeras bajas, los primeros temblores de pulso, las primeras llamadas a la tranquilidad y los primeros intentos de recular. No vaya a ser que, después de todo este tiempo vendiéndonos la “llibertat”, al final solo se hayan estado labrado su propia «condena» electoral.