jueves, 20 de febrero de 2014

En la muerte de David Taguas

La primera vez que hablé con David Taguas fue hace solo unos meses. Yo volvía de viaje, conduciendo, seguramente escuchando un disco de Van Morrison o puede que un partido de fútbol. Sonó el teléfono y el manoslibres del coche me devolvió la voz inconfundible del que había sido jefe de la Oficina Económica de Zapatero. Habló durante casi una hora, porque a Taguas le gustaba alargar las llamadas; una hora que fue una lección de historia de la socialdemocracia sueca. Recuerdo lamentarme, ya entrando en Madrid por la A1, de tener que sortear el tráfico en lugar de detenerme para poder tomar notas.

 
Taguas hablaba mucho, con esa voz grave y áspera que podía inducir a equívocos: “No es que esté enfadado -bromeaba hace solo unas horas en la Cadena Ser- es que mi voz suena así por la mañana. Yo mismo me asusto a veces”. Y no se enfadaba, pero tenía la vehemencia de los apasionados, y suele ocurrir que las pasiones le gravan a uno la salud, como un impuesto macabro. Después de aquella cita en la Autovía del Norte, David y yo hablamos muchas veces. Yo jugaba a arreglar el socialismo y él me tomaba en serio. Yo le decía: vamos a transformar el partido, y él me ofrecía consejo.

 
Hace unos días presentó su libro en Madrid, aún con las páginas calientes y la tinta fresca, después de muchos meses de trabajo. Allí estaba, en primera fila, Zapatero, porque a los leales nunca se les deja. Entonces pregunté a David, sala abarrotada, micrófono en mano, por el revisionismo del actual PSOE respecto del último Gobierno. El público se removió incómodo en la silla, pero Taguas no se amilanó; no se amilana aquel a quien la pasión lo lleva en hombros. Se fue creciendo, como el Stairway to Heaven de Led Zeppelin, para clausurar el acto con un elogio de las políticas de mayo de 2010 y un rechazo del actual rumbo socialista.

 
Cuando todo hubo terminado, cuando no le quedaba ya un libro por dedicar, ni una cámara más ante la que posar, cuando se hubieron marchado todos los periodistas y cejaron las llamadas de la radio; ya en casa, David me llamó. Aún le quedaban ganas de hablar un rato. Lo vi exultante. Programamos cafés y reuniones y nos fuimos a dormir: un besazo, guapísima, porque David era encantador, aunque su voz quisiera desmentirle. Recuerdo también a su hijo, un chaval que tendrá mi edad o un poco más: te pareces a tu padre, yo tengo mejor carácter, ríe él. Se ha puesto americana y chaleco para la presentación del libro de David, y lo persigue entre la gente para sacarse una foto, orgulloso, como solo los hijos lo estamos de nuestros padres.
 

Junto a la columna de menciones de mi TweetDeck, sigo viendo los mensajes privados que intercambié con David, ayer mismo, por la tarde. Veo su avatar, su mirada recia, su cuenta, que sigue abierta y asegura que me sigue. Pienso que el mundo virtual es absurdo y vuelvo a mis asuntos. Encuentro mi libreta tal como la dejé anoche, antes de acostarme. Los últimos apuntes hablan de gasto público, ahorro, déficit, proyectos de inversión. En el encabezado, con letras mayúsculas, puede leerse: TAGUAS. Cómo continuar jugando a arreglar el socialismo si David no está para escuchar lo que digo. Así que cierro también el mundo de papel, que no tiene mayor sentido. Salgo a la calle. Nada, no hay atisbo de razón: es una ironía muy desagradable que los jacintos hayan florecido justo hoy.

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