jueves, 6 de febrero de 2014

Nacionalismo e Historia


 Últimamente los españoles vivimos inmersos en una suerte de realidad desquiciada por la tensión territorial. Quizá, lo más estupefaciente de las turbulentas relaciones entre España y Cataluña sea el discurso político que las acompaña. Hace unos meses, Artur Mas trataba de justificar su posición ante la comunidad internacional con una carta en el New York Times en la que se refería a una Cataluña mitológica y soberana hasta 1714 (por piedad obviaremos las alusiones a la Guerra Civil). Tiempo después, Mariano Rajoy le replicó que España era nada menos que la nación más antigua de Europa. Alguien podría pensar, no sin cierta razón, que la dada futilidad de los argumentos, el presidente del Gobierno y el de la Generalitat se limitan a jugar a ver quién la tiene más larga. Y ruego me disculpen la expresión.  

No obstante, estas alusiones aparentemente banales al carácter ancestral de la nación no constituyen un recurso exclusivo de los españoles. La conmemoración de las esencias comunales es una constante de este nacionalismo que parece impregnar la vida política desde Quebec hasta Xinjiang. Pero no siempre ha sido así. Aunque ahora nos parezca impensable, hubo un tiempo, no muy lejano, en el que el nacionalismo como ideología de masas no existía. El despertar de las conciencias nacionales colectivas es un fenómeno eminentemente moderno que tiene lugar tras el estallido de la Revolución Industrial, allá por la segunda mitad del siglo XIX. De hecho, la primera discusión sobre este género tendrá lugar en 1861, entre Stuart Mill y Lord Acton, y prueba de lo inédito de la cuestión es que el debate se centra en las ideas de “nation and nationality”, pues nacionalismo es todavía un término en desuso.

En algunos casos, este despertar nacional es aún más reciente, como pone de manifiesto el testimonio de un diplomático británico de 1918: “Si uno fuera a preguntar al campesino corriente de Ucrania su nacionalidad, respondería que es greco-ortodoxo. Si se le preguntara presionando para que dijera si es gran-ruso, polaco o ucraniano, probablemente contestaría que es campesino. Si uno insistiera en conocer la lengua que hablaba, diría que hablaba “la lengua local”.

Mientras tanto, en las regiones más desarrolladas, las nuevas condiciones materiales proporcionadas por el progreso tecnológico transformaron las viejas sociedades europeas, insertándolas en la modernidad: la extensión de la educación, la alfabetización, las comunicaciones y el “capitalismo impreso” permitieron el paso de una cultura popular a otra nacional, unas veces impulsada desde las propias instituciones del Estado y otras contra el Estado mismo. Gobernantes y minorías culturales o étnicas se lanzaron a la tarea de distinguir y legitimar políticamente sus concepciones nacionales, apoyándose para ello en una interpretación más o menos interesada del pasado. De este modo, lo pretérito se convirtió en fuente de reconocimiento que inducía a la deformación y mitificación de la Historia. De hecho, resulta revelador que la creación de la asignatura de Historia sea tan reciente como la guerra franco-prusiana de 1870-71. El Estado francés decidió instaurarla en las escuelas para adoctrinar en el patriotismo, habida cuenta de la humillación nacional que había supuesto la proclamación del kaiser Guillermo I en Versalles, así como la pérdida de Alsacia y Lorena.

Sí, fue Francia, la Francia del nacionalismo cívico y el “plebiscito cotidiano” de Renan, que decía oponerse a la idea alemana de volksgeist. La misma Francia que, recuperadas Alsacia y Lorena tras la Gran Guerra, estableció en ellas hasta cuatro modalidades de documento de identidad, basados en una graduación de pureza racial. Si tenías un documento que decía que eras de origen alemán, podías olvidarte de encontrar un empleo. De esta manera, las nuevas condiciones materiales proporcionadas por la modernidad hicieron volver, paradójicamente, los ojos al pasado.

En el nuevo discurso nacional, los franceses pretendían, como señala Ortega, un Vercingentorix que soñara ya una Francia “desde Saint-Malo a Estraesburgo”; y los españoles evocaban a un Cid Campeador que proyectara en el siglo XI una España “desde Finisterre a Gibraltar”. El mecanismo mental que subyace a estos planteamientos es el de alguien que cree que Francia o España preexistían como unidades en el fondo de las almas francesas y españolas. Ortega dirá: “¡Como si existiesen franceses y españoles antes de que Francia y España existiesen!”. Se impuso la idea de que “nihil ex nihilo”, que después sostendrá Anthony D. Smith. Y, puesto que solo la nada proviene de la nada, legitimar políticamente la nación pasaría por construirle un pasado a su medida, dibujarle un ombligo, que diría Gellner.

De este modo, toda nación que se preciara y cualquier comunidad que aspirara a la autodeterminación política comenzó a aducir un origen ancestral. No solo Francia o España. Eric Hobsbawm cuenta en su ensayo sobre la Identidad: “Recuerdo el título de un libro de Mohendjo Daro sobre la civilización urbana en el Valle del Indo. Se llamaba 5000 años de Pakistán, un país que hasta 1947 no existía y cuyo nombre mismo no se inventó antes de 1932 o 1933". En Rusia, los Romanov pretendieron conjurar la amenaza de la democracia reinventando el pasado y retomando la idea del “zar popular” en mística comunión con su pueblo ortodoxo. De poco les sirvió, pues el nacionalismo ya había prendido en el imperio. La intelligentsia urbana reinventó y mitificó la vida campesina hasta convertirla en la base de la identidad y el ethos de la nueva Rusia revolucionaria. El testimonio de un campesino polaco del siglo XIX, y que recoge Figes en La Revolución Rusa. La tragedia de un pueblo, ayuda a entender cómo el “capitalismo impreso” del que hablara Benedict Anderson contribuiría a la construcción de esta conciencia nacional: “Yo no sabía que era polaco hasta que empecé a leer libros y periódicos”.

Y así podríamos citar un sinfín de ejemplos. Más allá de los coqueteos románticos primordialistas, quedan pocas dudas de que la nación pueda ser otra cosa que un constructo, una invención. Uno de los momentos en los que mejor puede apreciarse este hecho es durante el nacimiento de la nación italiana, cuando un político de la época llegó a afirmar: “Fatta l’Italia, bisogna fare gli italiani”. Incluso quienes señalan la cultura y la etnia como elementos presentes en el origen nacional olvidan que, como bien apuntó Dominique Schnapper, la etnia no es menos artificial que la nación, y que -afinará Weber- “es sobre todo la actividad comunitaria política la que produce la idea de ‘comunidad de sangre’”.

Siendo la etnia, la lengua y otros símbolos culturales meros artificios políticos, el vínculo distintivo (el hecho diferencial, si se quiere) que ha de unir a los miembros de la nación tendrá que estar en otra parte. En mi opinión, es la misma Schnapper la que da en el clavo con su idea de “communauté des citoyens”. La autora, hija de Raymond Aron, propone una concepción nacional fundamentada en la soberanía democrática, en la que los integrantes de la nación lo son en igualitaria condición de ciudadanos.

Una desearía escuchar más a menudo a sus representantes un elogio semejante de la ciudadanía. Sin embargo, la política española continúa esforzándose en la falsificación del pasado y en el recurso a la simbología mitificadora. Quizá sea porque, como demostró Robert Park, apelar a las emociones siempre proporciona una entrega más apasionada e inquebrantable que aludir a la razón. Sea como fuere, la política española seguirá volviendo los ojos al pasado, en ese gesto tan manido que, históricamente, ha constituido el mal de muchos, pero solo el consuelo de los tontos.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Sabes que pasa, que queremos decidir nuestras cosas, no le des mas vueltas ni le busques justificaciones, la gente está hasta el gorro de mentiras y de insultos, de tener que justificarse por tener una lengua materna que no es el castellano, de aguantar a intelectuales de medio pelo.
Todo lo demas son historias, queremos decidir nuestra sanidad, nuestras infraestructuras, nuestra enseñanza y tener una relacion de tu a tu con los demas pueblos, a que es facil.
José.