jueves, 6 de marzo de 2014

Zapatero vs Risto

Hace unos días Risto Mejide le hizo saber a José Luis Rodríguez Zapatero, durante una entrevista, que le parecía muy mal que un presidente del Gobierno no hablara inglés. El debate viene de lejos y no es la primera vez que la falta de destreza idiomática de nuestros políticos es motivo de críticas y bromas (no en vano el título de este blog es “Everyday bonsái”). Zapatero le devolvió el golpe a Mejide preguntándole si, en su opinión, alguien que no ha tenido la oportunidad de cursar ciertos estudios debe quedar excluido del acceso al Gobierno de su país. El presentador lo miró, suponemos, a través de sus gafas de sol y le dijo, casi perdonándole la vida: sí. Entonces, el expresidente, visiblemente molesto, le espetó que ese era un argumento profundamente reaccionario.


Este episodio me trajo a la memoria el artículo de Luis Garicano y Jesús Fernández-Villaverde que hace unos días causó cierto revuelo por poner en cuestión el currículum y la formación de un candidato del PP andaluz. Seguramente, Mejide, Garicano y Fernández-Villaverde están incurriendo en cierto elitismo al confrontar democracia y meritocracia. Sin embargo, como veremos, una democracia desprovista de exigencias meritocráticas, como defendía Zapatero, no está exenta de sesgos elitistas.


Cuenta Bernard Manin, en Los principios del gobierno representativo, que la irrupción de los partidos de masas hizo confiar en el fin del elitismo. La aparición de los partidos socialistas o socialdemócratas permitiría que la clase trabajadora estuviera representada por sus propios hombres, al encumbrar el nuevo modelo a los trabajadores corrientes. No obstante, Robert Michels demostraría la existencia de una brecha insalvable entre los dirigentes de los partidos y sus bases. Los nuevos burócratas de partido formaban parte de una pequeña élite que destacaba por sus habilidades organizativas y su activismo, siendo ya en origen distintos al resto de miembros de la clase trabajadora. Este sesgo elitista que denunció Michels suponía un duro revés al ideal democrático, que desde John Stuart Mill asumía que el Gobierno debía ser un reflejo de la sociedad, una muestra representativa de ella.


Los intentos por salvar las diferencias entre representantes y representados se han sucedido sin éxito, hasta el punto de que cabe preguntarse si merece la pena combatir el patrón elitista, en lugar de asumirlo y preocuparse por mejorar los mecanismos de selección de élites. En otro de los libros que Manin firma con Przeworski y Stokes, los autores se preguntan: “What if representatives become different from their incumbents by the mere fact of being representatives?”. Es decir, qué pasa si allá donde se produce una elección se está introduciendo, inevitablemente, un sesgo elitista. Si asumimos que esto es así, las exigencias meritocráticas cobran un sentido mayor y no parecen tan reaccionarias como pretende Zapatero. Sin embargo, puede que Mejide, Garicano y Fernández-Villaverde tengan una idea de los méritos que un político debe reunir que no se corresponde con las características que el éxito en la profesión demanda.


Volviendo a Los principios del gobierno representativo, Manin habla de una metamorfosis de la democracia de partidos que, en los últimas décadas, habría devenido en una democracia de “audiencia”. La generalización de los medios de masas como la radio y la televisión hace posible la comunicación directa entre el candidato y el elector, propiciando la personalización de la opción electoral. Así, si en la democracia de partidos teníamos una élite de burócratas con dotes de organización y activismo, en el nuevo sistema de audiencia se selecciona a “expertos en medios”. Y ser un experto en medios no implica necesariamente hablar varias lenguas ni contar con un doctorado. Alguien podría decir, para cuestionar la tesis de Manin, que Mariano Rajoy no se caracteriza por ser un personaje mediático ni por sus grandes dotes de comunicador. A este respecto, es preciso señalar que no comunicar también constituye una estrategia de comunicación que el actual presidente ha sabido rentabilizar como nadie.


Por otro lado, cabe atender al funcionamiento de la propia democracia para tratar de explicar si las elecciones actúan como un sistema eficaz para seleccionar a los mejor formados, como desean Garicano y Fernández-Villaverde. Suele apelarse a las elecciones como un método para la rendición de cuentas, esto es, como un instrumento sancionador de la actuación de los representantes. Sin embargo, como ha demostrado James D. Fearon, los electores no entienden los procesos electorales como una herramienta para la accountability, sino como una oportunidad para seleccionar “good types”. Prueba de que las elecciones no son estrategias sancionadoras es que tienen poca capacidad para inducir a los políticos a actuar de acuerdo con las preferencias de sus representados. No obstante, esto no significa que la selección de buenos tipos excluya la posibilidad de accountability. Según Fearon, seleccionar good types implica sancionar bad types, lo cual genera incentivos entre los representantes para aparecer ante los votantes como buenos. El problema es que esto puede generar las aludidas estrategias para maquillar currículos, haciendo que buenos y malos candidatos sean difíciles de distinguir. Además, incluso si asumiéramos que el electorado es capaz de distinguir y seleccionar good types, aún quedaría por saber qué es lo que el elector considera un buen representante. Según Fearon, el votante considera que good type es aquel candidato con preferencias políticas similares a las suyas, honesto, con principios y consistencia.

Esto significa que ni las características que sirven para promocionar y progresar dentro de un partido político, ni los atributos que permiten al líder bregar en las tareas del poder, ni las cualidades que valoran los electores a la hora de seleccionar o sancionar buenos y malos candidatos parecen encontrar correspondencia en el perfil de político intelectual que en ocasiones demandamos. Así, es posible que no compartamos los criterios de selección de élites que tienen lugar dentro de las organizaciones. También es probable que tengamos muchas razones para lamentarnos de dicha selección. Sin embargo, parece evidente que en todo este proceso no dejan de operar mecanismos estrictamente racionales.